¿Cómo es posible que a un puñado de pasos de la plaza Independencia no se escuchen el tránsito, los bocinazos, el bullicio de una tarde de agosto que parece primaveral? ¿Qué extraña alquimia construye esta mansa burbuja de árboles frutales y pájaros que cantan cuando ahí nomás, del otro lado del muro, todo palpita a mil por hora? Hay mucho de magia en el claustro de San Francisco, como si un universo paralelo se desplegara en las narices de la Casa de Gobierno, un puente a otra dimensión cincelada por la paz, el silencio y mucho de belleza. Es, sin dudas, el secreto mejor guardado del microcentro. Y pide, con esa mezcla de elegancia y misterio que caracteriza a la tradición monástica, abrirse de una vez por todas a la mirada de los tucumanos.
La atención ciudadana está focalizada en la restauración de la iglesia: en la fachada, cubierta por andamios, y en el interior del templo -incluyendo la impactante sacristía- las obras mantienen su ritmo. Pero hay mucho más en ese cuarto de manzana dominado por el convento y por las construcciones aledañas. Y es de lo que menos se conoce, lo que rara vez se abría al público, lo poco registrado en fotos y en crónicas. La Orden de Frailes Menores fue celosa de esa intimidad. Hoy, cuando ya no quedan franciscanos viviendo en el claustro, el panorama ha cambiado.
El arquitecto Andrés Nicolini es el sherpa en la recorrida por galerías, escaleras, salones y pasadizos. “Esto parece el ‘El nombre de la rosa’”, apunta al abrir alguna puerta. Otro arquitecto, Marcelo Beccari, se suma durante el trayecto. De repente aparece un antiquísimo techo de tejas, formando una ele. Estamos frente a una de las construcciones más antiguas de la capital, obra de los jesuitas en el siglo XVIII.
Explica Nicolini que es tan rica la arquitectura del claustro que semeja un palimpsesto: capas edilicias que abarcan desde la colonia hasta mediados del siglo XX. Va señalando cada una de ellas en los planos desplegados en una oficina del primer piso. Es el centro de operaciones donde se coordina la puesta en valor de San Francisco. Hay repisas colmadas de piezas y fragmentos que fueron apareciendo, una tentación a la que sucumbiría cualquier arqueólogo o historiador.
A las obras las está financiado la Municipalidad de la capital, con supervisión de la Dirección de Planificación Urbanística Ambiental. Beccari, que es el jefe de esa repartición, forma parte a la vez del Instituto de Historia y Patrimonio de la Facultad de Arquitectura (UNT). Por su parte, Nicolini integra la Comisión de Puesta en Valor del Patrimonio Cultural, un equipo conformado por profesionales y académicos tucumanos encargados de gestionar la intervención y restauración de San Francisco.
Tres siglos conectados
Aquí conviene hacer un poco de historia. Concretado el traslado de la ciudad desde Ibatín (1685), los jesuitas erigieron su colegio en la esquina de lo que hoy es San Martín y 25 de Mayo. Poco menos de un siglo después, en 1767, fueron expulsados por la Corona española y la propiedad pasó a los franciscanos, quienes tomaron posesión efectiva en 1785. Son esas construcciones previas a 1767 las sometidas en estos momentos a un minucioso proceso de análisis y documentación. Imposible no conmoverse al contemplarlas: rastros de un Tucumán colonial cuyas huellas son casi imposibles de encontrar en la ciudad más allá del Museo Folklórico y de la Peña El Cardón.
“Esto es un compendio de la historia de la capital, tres siglos conectados”, añade Nicolini desde una galería del piso superior. Hacia el este, sobre la calle 25 de Mayo, señala el ala construida por el arquitecto Pedro Vozza en 1904; y hacia el norte, la estructura edificada alrededor de 1950. En la parte oeste se conserva la sección más antigua y el sur es ocupado por el templo. En el centro, una suerte de jardín de las delicias en el que es inevitable imaginar a los monjes enfrascados en la lectura y en la oración.
Ese pulmón verde, fresco y fragante vive ajeno a la atronadora urbanidad vecina. Ya no está el aljibe, pero un palto omnipresente despliega su magnífico laberinto de ramas y dialoga en las alturas con mangos y otros árboles sabiamente distribuidos. Hay bancos, senderos que se cruzan, una acequia y el cielo que, de tan azul, invita a desconfiar: ¿estamos realmente en el microcentro?
Pero hay más llamando la atención en las entrañas del convento. Tras dejar atrás las galerías, con sus lustrosos mosaicos que dibujan leones y estrellas, el zigzag conduce hacia el centro de la manzana. Allí se abre otro patio-jardín con una papaya, naranjos, una parra y el horno de barro que en algún momento debió haber cobijado sus buenas empanadas.
Lo que viene
¿Qué harán los franciscanos con esta maravilla? Para conocer la decisión habrá que aguardar el avance de las obras. Por ejemplo, se está trabajando en tres columnas de la galería, con la misión de que un estudio radiológico revele cuál es el estado de las estructuras. Mientras, se avanza con la recuperación de los espacios verdes, tarea que contará con la colaboración de la Sociedad Amigos del Árbol. Los profesionales de la Comisión aspiran a un análisis pormenorizado de la propiedad. Les gustaría descubrir si, como se intuye a partir de documentos que hablan de la existencia de celdas con subsuelos, hay sótanos en el área del convento.
Ese grupo de expertos está presidido por la arquitecta Olga Paterlini y, además de Nicolini, lo integran Gerónimo Cárdenas, Sara Peña de Bascary, Fray Fernando Lapierre, Ana Lía Chiarello, Nilda Velázquez y Daniel Mafud. Una publicación en Facebook que la arquitecta Chiarello posteó hace unos días empezó a agitar la marea y ese claustro del que muy de vez en cuando se hablaba y poquísimos privilegiados conocen empezó a emerger con fuerza propia.
Claro que muchos de los esfuerzos de la Comisión están volcados en este momento a la fachada de la iglesia, en la que por primera vez desde su construcción en 1884 se puede realizar un diagnóstico centímetro a centímetro. Cada uno de los 30 capiteles corintios está siendo examinado al detalle. Un proceso que lleva tiempo y que la opinión pública, siempre urgida por las inauguraciones, suele desconocer.
Otro claustro enclavado en el microcentro -el de El Buen Pastor, en Mendoza y Salta- propone las mejores oportunidades para su restauración. Una medida cautelar lo protege temporariamente de la piqueta, lo que obliga a seguir con atención su destino. Felizmente, no es el caso de San Francisco. Al contrario: los esfuerzos apuntan a preservarlo y mejorarlo. Es todo un desafío: encontrar la manera para que el secreto mejor guardado del microcentro se revele en todo su esplendor.